Amores que matan

Amores que matan

Cuando me dices te quiero, en sus formas infinitas, con los labios porosos, radiantes, conquistadores como un beso, dolor y sufrimiento me enredan a castigos, a una sumisión que me roba el aire que regala estas montañas en las que me escondo. La supremacía del ceder es un brazo de la espina que sostiene significados de nuestro paso por esta esfera flotante en la nada interminable, y sí, un poco me muero.

Pasión cejijunta, cante jondo.

Pretendida la entelequia, la quimera, llega, arrastrándose, un vacío inexplicable en el que no soy capaz ni de comprender lo que es el amor y por qué me ha elegido. Y aquí, en la distancia, soy protagonista de tú película de miedo.

Lo primero, planes de supervivencia, de aniquilación consciente al que no puede reintegrar. Lo primero tú, di que sí. Y mientras tanto, tormento, sacrificio, duelo, aversión, rencor y todos los sentimientos ásperos, perversos, que forman parte de lo que somos se anteponen a la sensatez que nunca deja de evolucionar hacia otros significados. Lo segundo, y lo tercero, es lo mismo. A que sí. El alma se me descoyunta.

La constitución de la dominancia se enreda en fórmulas divinas amasadas en inquina, animadversión, resentimiento, desconcierto. Y por lo tanto, en consecuencia, a colación del descubrimiento que pueda frenar la lujuria y la riqueza que se antepone a todo en tus almacenes de seres queridos. Sácame de aquí, no me dejes solo, me digo. No está solo, dices con los colmillos ensangrentados. Y yo, pálido, me echo a temblar.

Esa pistola, a quién apunta.

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La decepción es la estructura que, súbdita a un dios ilusorio, espera a que en la fragilidad nos entreguemos al rezo por si acaso cae la breva y nos cae en la boca entera.

El mal prevalece en las ordenanzas establecidas, un código paralelo, un verdadero dios omnipotente que castiga la inocencia y la credulidad sin pecado concebida. Y si hasta hay deidades que descienden de la simiente de una paloma, cómo vamos a perder la fe.

Mesías surgen de todos lados. Perfil de hombre macho, muy macho, que permitimos en llano para huevos cuadrados. Un macho que lo sabe todo. El principio, el final. Y sus pensamientos, al ser beatíficos e incuestionables, toman armas en posesión de la verdad, junto a mujeres que actúan como ellos, que verifican, pepino en mano, dándole la vuelta al espejo, lo injustificable. Qué cosas… Y, con la ley en la mano que mece desde la cuna, nos convertimos en seres inútiles, que en la espera, biempensantes y acólitos del titiritero que come billetes de pobres, de viejos, de enseñados, metido en una piscina de cristal en medio de su salón de cien metros cuadrados, gestiona nuestros días de vino y rosas. ¿Otra copa? Y con la barriga fuera del agua, enfriando grasa animal que nada tiene que envidiar a la panceta plastificada que aguarda en sus neveras, advierten que lo peor está por venir. El resto, palpitamos cual enjambre ponzoña, marabunta.

Tanto en cuanto la familia, que es un ente de amparo, de resguardo; dicen, porque algo tienen que manifestar ante los ejes del infierno, los pospuestos nos solidificamos excluidos de la matriz, dando tiempo al tiempo a una señal que no sea recíproca y que pueda asegurar fundamentos descarriados. Protección, por favor. Y digo yo ahora, de nuevo, que todos los argumentos, de los seres bienquistos, bien podrían llevarnos a ser cautivos entre conceptos de un bien hábil de entrega y de frases hechas, de un saber que responde todas las preguntas que terminamos por no hacer, porque el síndrome de Estocolmo dura para siempre en la tierra prometida, que cacarea y no pone huevo, y que da peras oriundas de un olmo que enraíza en el fuego eterno que arrojó, a manos de un macho muy macho, escrituras que aseguran orden y salvaguardia, justicia, teta para todos, retorno.

Mentiras todas, guerra santa o anticristo, núcleo y transición, homenaje a un mañana mejor, al que poder aplaudir. La Gran Obra del Rizo, un escenario con los mismos personajes, una celebración macabra, una boda, un bautizo. Calma diferida para el que ya no puede dormir, para el que ya no encuentre sentido a la vida y que, en la mazmorra, no le quedan paredes en las que escribir El Conde de Montecristo, en las que correrte. Alguien que se hunde en el lodo que aseguran ser regazo y comprensión de malevaje que drene en esperanza, sigue esperando. Camorra y profilaxia. Las mentiras que nos han enseñado todo, lo que pudo ser, lo que tendremos que dejar entre renglones para ceder espacio al deshabitado aceptable que nos sostiene en una galaxia perdida, una de planetas vacíos que jura soledad y muerte, una sujeta por un hilo de calma esteta y de alma difunta.

Y con todo esto, antes, amigos de amor cangrejo, memoricemos el guion. La opereta no tiene última página. Vecinos, compradores, asiduos, parecidos, colindantes, inmediatos, amigos otra vez, compañeros…, ojo a la entonación…

Reverenciados, ¡os quiero! Os quiero lejos. Plaquetas venenosas luego fronteras, y rayas, bordes, barreras, márgenes, umbrales que, en conversaciones al instante planes, nada pueden ya hacer por lo que ya se ha perdido tratando de empatizar en el laberinto de espejos que refleja pollas y tetas.

Cuando cae el imperio de la inexperiencia, la simplicidad, todos nos volvemos monstruos y nos alimentamos de egoísmo, nos maquillamos con envidia y nos vestimos de interés, de ruindad, deshonestidad, impurezas, picaresca, fingimiento, impostura, envidia, y creemos que los demás son como nosotros, que son lo mismo, blancos como un oso antártico en un polo que se derrite. Después de todo esto, la envidia en desazón de pataleta, la rivalidad, y la desconfianza que ya se ha hecho con el timón es una parte del proceso que ya no puedes más que aceptar. Luego llegan los insultos.

Y podría inquirir, pero quién soy yo para hacer una pregunta. Cuándo, después de ser un niño, una y otra vez, cuándo consentimos. Y no lo hago por epatar. Poco tardamos en traicionar a quien nos da la mano, en besar la mano del destructor, en mostrar la espalda en el momento crucial y dejar claro que lo nuestro, en boca de jurisconsulto tartar de la a, a la zeta, procede.

Control, manipulación a libre antojo. Porque lo que no podemos controlar es una amenaza y el botón rojo lo llevamos en el ombligo. Boom.

Vamos campeón, vamos atleta, para las víctimas de isla desierta el bolso es la meta.

Te mato antes que tú a mí. Yo a ti, sí. Y callando, a lo chita. Sin hacer comprobaciones por que la defensa propia es certera y el mal, por tanto, está justificado. Ya luego cualquier tiempo pasado, que siempre fue mejor, pasado está. Y mientras tanto, en el deshojo de margarita, seguridad ante el hado, confirmando que, de veras, el destino nos alcanza ya. Pero tranquilos, amiguitos del alma, mañana la bolsa repunta.

A que sí, muñeco, monigote, marioneta, maniquí, moña, polichinela obediente, te voy a cantar una nana. Duerme, duerme para siempre.

No hay nada, la galaxia está vacía. Cariño, cuando me dices te quiero, se me ponen los pelos de punta.

 

OCOL

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