Mes: junio 2017

Abracadabra

Abracadabra

Todavía guardaba un grito en la herida cosiendo a zarpadas recuerdos desde adentro, donde el dolor, por encargo, parecía escuchar llover. Me revolví en suspiros de dinamita en el fuego que libera al excomulgado, y conseguí ver después de las ruinas, más allá del puente del olvido.

Sobre la cama de piedra un desierto se desvistió de largo y mostró sus curvas y, retrocediendo, un oasis dijo que sí, aunque no había nido que pudiera negar la caída, las lanzas y la traición del que no sabe pero juzga y, entre abrazos, incita al odio como si estuviésemos en una fiesta macabra.

Luego copié un mapa de cuestas de los cuadernos sucios del viejo que me salvó la vida sobre un escalón de plastilina. Un repaso con el viento, en perspectiva astronauta, que no rozaba el suelo y que veía las estrellas con los ojos cerrados.

En el sótano, la muñeca con un ojo señalaba… batuta, el habla de espejo de la inquina que no esconde las manos tras la piedra, el discurso de las runas, y yo tratando de no comprender. Después del desprendimiento, cicatricé en una pregunta sin respuesta que edra, por si acaso.

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Abracadabra.

Parecía un cenagal de enunciados y pensamientos de cenicero haciendo equilibrios en mi dedo gordo que se descomponía para combinar elementos insólitos. Pero era la recta final. Se me venían sus caras, sus gestos, sonrisas que no dicen nada. Y, en sus casas, fiordos de piedra caliza, deshaciéndose de soledad. Y cadenas, y cuerdas de marionetas viejas que hasta mentirían al árbol que enselve sus rostros cuando les haga falta. Indicios de barro en el temporal de la espera para poder dar un paso.

No es cosa mía, el boomerang siempre vuelve.

OCOL

Aquiles

Aquiles

Hoy, ayer, hace algunos días, un gato atravesó mi talón buscando libertad. Qué es, y por qué lo hizo en mí. Le miré a los ojos en el amanecer de los locos que no saben disparar, me dejé, no pude moverme. Aquiles, le dije, ahora que vas al otro lado, teñido de mí, anuncia el coma a través de las heridas cuando se haga estable, agárrate a mí desde adentro para que no se me olvide cuánto duele la interrupción que no cesa. No me dejes volver a ser normal, yo no tengo siete vidas.

La última de sus miradas descubría un misterio, uno que no estaba hecho de incógnitas ni entresijo, ni siquiera de interrogación. La arena y las piedras bajo mi pie derecho, la hierba, el rosal, callaban y miraban para otro lado, aceptando al dolor, como en un vuelo a la luna.

Mientras tanto, la mañana dejaba de ladrar lentamente mezclándose con la mortalidad de la avalancha resuelta que devuelve al primer plano a la costumbre, a pesar de los cambios que asimila la vista cansada, las conjeturas y la vuelta a la moderación tan oportuna, tan quieta. Sólo el muñeco de trapo tirado en el suelo junto a la rueda del coche abría sus ojos sin comprender la magnitud de la lesión que no era más que una ceremonia, una grieta, que desaparecería quitándole importancia a una ocurrencia del Caos que pretendía desaparecer cuando el dolor cediera, y devolvernos al infierno en el que, en un incesante ir y venir, se repite la misma historia. Una Araña subía por mi pierna. Ante mí, de nuevo, la torre de Babilonia y, por primera vez, el dolor no me dejó subir.

Observar el calendario caminar a pasos forzados desde una esquina de la salida de emergencia del túnel que cruza la cárcel comercial, el manicomio de tiendas y calles, el laberinto del dinero, los estancos de afirmaciones y opinión, los cuentos de la hipnosis, las partes del día de estructuras sine die, sin bailar, con el cuello metálico y las mandíbulas soldadas, podrían ser un entretenimiento coherente con los tiempos que corren, pero los hechos no terminaron de cuajar.

No estoy ni dentro ni fuera, me repetía. Y mientras tanto los halcones gañían en la distancia, como queriendo formar parte de un proceso en el que eran una pista crucial.

Indicios…

Todavía puedo sentir tus garras, tu piel sedosa perder el vestido, Aquiles, sigo, de momento, atento a ti, esperando una señal.

Se ha quedado a dormir un dolor enmascarado de fuego fatuo que habla claro, consciente, sincero. Y sí, la herida cicatriza y murmulla en concavidades de cilicio, y recuerda, ahora que todavía tiene fuerzas, cien formas de huida.

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Recuerdos.

–A Yoko Ono no la entiendo…– decía aquel señor que parecía interesante, que comía rabo en un restaurante a las puertas de una plaza de toros, posando sus zapatos nuevos en baldosas crueles, mirando para otro lado con sus gafas de sol de cien euros, con el móvil en la mesa y la barbilla, la garganta, la camisa, manchada sangre.

–Acaso se entiende algo. Qué hacéis aquí, quiénes sois, adónde vais. Tiempo, dimensiones, lloros– respondía el viento que no cesa.

Delirio.

Ay, Aquiles, por qué resurgimos de entre ceniza, cuántas son las esferas, por qué la calma tiene un pasado turbio, casta, galgo.

La fiebre seguía, el dolor. Aún no he llegado, me dije cuando la luz de junio parecía más que nunca un piano, cuando la primera línea divergió y se trazó el cerro de los gatos sobre la ciudad de piedra, papel, tijera. Luego paso un día, y una noche melliza. Y, entonces escuché el primer maullido, sin pero, sin embargo.

OCOL

Malditos (El octavo pasajero)

Malditos (El octavo pasajero)

Malditos aquellos que vomitan discursos de afecto y convenio y que, como dragones que exhalen humo de vainilla, empatizan con la masa con la insinuación del carroñero que se acerca sólo para mirar y declarar que ellos no tienen nunca la culpa aunque aprovechen la ocasión y les tiemble la mandíbula de fauces de mantequilla. Juran ante la biblia de papel secante con seguridad de carnicero y levantan el hacha para degollar a la cabra en la trastienda de un espectáculo de ángel exterminador que dignifica a la vida que el humano reconoce como normal, rutinaria, lógica, universal, abundante. Ja. Se perdona, pero no se olvida.

Malditos seáis por participar en la puesta de largo de un nuevo número de trastero en ruinas en el que las estanterías son forzadas a especular haciendo zancadillas al que nunca estuvo allí, regalando polvo de chabola y disculpas que, disfrazadas de alcantarilla tapándose la nariz, piden recuperar el estatus que exige la dignidad corrida, con la polla de mantilla y la soledad del tallo que no conoce ni corola, ni raíz.

Malditos los que confunden bajeza con 2 de mayo por el derecho a la pataleta y, embadurnada de mierda, y vacío de maleta, juran la lealtad del que miente con la mano en el pecho en homenaje a la nobleza perdida. Ancha es Castilla, di que sí. Al día siguiente Goya levanta la cabeza y se da un golpe de realidad de invasión al ver cómo se follan por la derecha y por la izquierda sin necesidad de levantamiento ni Napoleón, al saber que si antes nos uníamos frente al enemigo, ahora la brecha está en el bar. Álvarez Dumont, y Sorolla, hoy, no sabrían cómo representar tal castigo al que nunca quiso cantar. Es lo que tiene esa lucha callejera que, al final, se confunde uno de calle y de trabuco si nunca sabe de qué bando está, si la realidad es que se la trae al pairo o tienen miedo del Canco… uuuuh. Y ya puestos, guerra o pasacalle, qué más da… cuesta, llano, pendiente o barranco si al final llegó el final. ¿Dónde va Vicente? En el carrusel de los amigos de las pancartas tan favor como en contra, los insurgentes no sólo atacan a los mamelucos, venden a su madre si es necesario mirándola a los ojos, de frente. Me miras, te miro.

Malditos seáis con ser vosotros mismos hasta el último suspiro.

OCOL