Mes: agosto 2017

MALDITOS

MALDITOS

Diario de Ocol

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Aquellos que, ante la negrura que nos cierne, despliegan planos que esconden mapas de un piano, hangares y gradas, escaleras, ramales, tramos que desembocan en afluentes de un beso y un puñado de palabras que no son sinfonía que confluya en regalos sin ánimo de lucro. Hay que parar a la verdad angustiosa y exhalar vaticinios de laureles para no acabar mintiendo; que se lo lleven, que el viento se arrastre con ellos si es que puede.

Aquellos que se valen del tiempo para dar las gracias a causa de que el mundo adoptare menudeces que se olvidan rápidamente, de ellos. Si el reloj habla en inacabable, sin mayor meta ni detalle, para qué estar esperando cuando deberíamos bailar en los cuartos que confieren nuestro rascacielos sin uña.

Aquellos que piropean porque no saben qué decir, aquellos que prometen ser locos, un rato, una muestra de interés espontánea, una mano…

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Adiós

Adiós

Es verdad que siempre sentía un miedo incontrolable, uno que intimidaba al arte que trasciende a lo tangible y que se desviste sin mayor intención que dar golpes invisibles hasta traer lo que hay más allá. Es verdad, y a mí me gusta sentirlo. Me envuelve en una capa de piedra. El cielo está vacío, me decía constantemente, pero en el vacío hay algo que rompe la ecuación como si fuera un texto ininteligible que concluye en soluciones; y eso es lo que estaba buscando.

Volver a verte me abrió los ojos. Fue una huida hacia delante. Los falsos camaradas pierden la fuerza en el abre los ojos, y llevar un hacha apuntalada al hombro te compone, los movimientos son más consecuentes con lo que pueda pasar, dijiste. Atraías la luz que hay al final del túnel, y yo iba harto de noche. Volver a verte me abrió los ojos. Nunca pude tocarte, y tu aliento me seguía perturbando, tu luz. Eres como un zorro que se hace el muerto sobre la cama. No pude moverme y, aun así, las sensaciones de antes empezaban a recorrer mi cuerpo. Como sangre cruda que escupe el corazón y que atraviesa el cuerpo, helándolo. Levedad, confianza.

La conversación duró toda la noche y, con el amanecer, cuando ya no teníamos nada más que añadir, me preparé para verte desaparecer en lo que quedaba de negro subterráneo en nuestro desván. Levantaste la mano, hiciste el gesto; y susurraste: sin perdón, ella debe morir.

You want it darker, we kill the flame, diría Leonard Cohen.

OJO AL SUELO

Cuando te fuiste, salí de la casa. Bajo las luces de la mañana empezó el proceso de descongelación, y fui cautivo de un nuevo sentimiento. Caminé hasta el coche, pesadamente. Los pájaros se posaron a las ramas de los árboles que rodeaban la casa. Diez pájaros, cien pájaros, mil. No cantaron, sólo miraban. El siseo del viento me trajo la sonrisa a los labios, palpé con la lengua mis colmillos. Luego me arrodillé, cogí arena con las dos manos y me las froté con tanta fuerza que me clavé los filos de algunas piedras pequeñas en las palmas, en los dedos. El dolor que no surte efecto, a pesar de las heridas, y que asegura la muralla que en realidad se esconde bajo nuestra piel compasiva, asediada por la consciencia, es lascivo, es visceral. Recuperé las dudas y la fragilidad como el que busca una bola de pelo detrás del sofá. Me escupí en las manos, las froté, luego bajé la cremallera y oriné encima de ellas mirando el horizonte que se esconde tras el ramaje. Humo. Sin atisbar extravío, o desconcierto, sin pestañear. No me cabía en el pantalón. La orquesta iba afinada; y yo iba a por ti, ensayando la despedida con la rabia que promete conclusiones tras la ceremonia, cierre. Subterfugios que harían reconocibles y justificados los actos de cortar a dos tramos lo malsano que habías introducido en mi copa. No tenías otra cosa mejor que hacer… y la devolución siempre sale cara, y ya van corrompidos superficie y anónimo, por lo menos.

Mientras conducía en las curvas, veía tu cara y esa expresión apenada hasta los huesos, tu estructura calada en desconsuelo, en ansias por no se sabe qué, la precipitación, el relámpago, la urgencia inconsolable, el desamparo, la melancolía y esa falsa ingenuidad, y las sonrisas cabeza de turco que se traducen en frases artificiales por si acaso se puede apretar más, quizás por un rencor impropio en personas sin alma, quizás por desafección, una desafección muy tuya, muy típica en los aferrados al paso de los que no llevan sombra. Y, para qué atajar la coherencia que me llevó a aquel punto y final, unos párrafos más y ya estaríamos listos.

Lo vi en tus ojos, en tus gestos. Qué culpa tengo yo de que fuese tu turno, me dije apretando las muelas.

La fibra del verdugo, sin entrenamiento, se traduce en apatía, en indiferencia, en una lasitud que nos lleva al camino de los tristes, adonde la muerte empieza a hacerse invulnerable y cada día un poco más consciente, reflexiva, escrupulosa y perseverante. Si levantas el pie, se hacen contigo. Y también somos feroces, crueles, obscenos, no os olvidéis. Y yo no perdí la atención. Si el mal no se hace en ti, no eres más que un juguete del destino, un muñeco. Y la mejor defensa es el combate ante tormentos como tú.

Fue la última visita, la última cura. Y era verdad, merecía morir. Estuve mirándola tanto tiempo, en a las marcas de una agonía que se forma tras las fracturas del exceso, que los gritos buscaban donde no había…, y no hubo eco.

Qué le vamos a hacer.

OCOL

Catábasis

Catábasis

La calma vibraba como un susurro, como una chicharra que se ha perdido en las notas acalladas que se deslizan en la afonía de casa abandonada. El desván había perdido la savia que un día lo colmaba de vivacidad y pasatiempo y yo, sentado a los pies de la cama, trataba de recoger momentos en los que hablábamos sin darnos cuenta de la duración de las horas, sin importarnos qué estaba pasando más allá de la escalera, después de las ventanas. Pero las imágenes se desdibujaban en mi memoria. Cada día me resultaba más complejo recordar, revivir ciertos momentos en el presente resbaladizo. Mis pensamientos estaban aislados en un ring incesante. Y los tiempos de descanso, sentados en una esquina, escupían golpes y reflexiones sobre estrategia en fases de acierto y error, de impaciencia y seguridad, de perspicacia y torpeza, y de miedo, todos ellos pasajeros, todos efímeros, y todos siempre enlazados como un zarzal en movimiento que avanza por la maleza y que va perdiendo ramales que se enganchan en los tantos pasajes estrechos.

Medir los tiempos siempre me causó aprensión, un momento podía cambiar mi mundo entero y podía pasar de la euforia madura que te llena la boca de intrascendencia disfrazada de conversación y que descorcha una botella de vino y enciende una vela, con la polla dura, a la ingenuidad que huye de afrontar la realidad y que asegura que esconderse en un rincón y taparse los ojos puede mejorar las cosas, o hacer que no sucedan.

DE REOJO

Sí, admito que siempre he sido así, un hombre que lleva a un chiquillo metido en la sala de control y que dirige cada día la lucha, siendo un disidente, una excepción que cada día pierde un poco de figura y legitimidad y que se malgasta en composiciones y oportunidades de venta, cargado de referencias, de condiciones en serie, despojando de genio e individualidad a mis reacciones, a mi improvisación. Y cómo se anda subordinado, esclavo en la confusión que resulta de la impotencia títere que se adueña de mi sueño, de mi creatividad, de mis hadas, cómo se anda. La paciencia ficticia, contaminada, de la segunda edad es un preámbulo que dura la mayor parte de la vida y que, zanahoria, hipnotista, te miente y te lleva a la puerta de salida y no te da ni las gracias. Dónde se corrompió la revolución y nos creímos esto de ser nosotros mismos (mismos).

Y, ¿sabéis?, creo que fue un acto de valentía volver a la casa, dejar a un lado el cumplimiento de las normas y no ceder ante el asedio, pedir ayuda, armarme para un ataque frontal, inminente. No pude dejar de observar cada detalle, incluso entrada la noche y habiéndose incorporado la oscuridad clandestina que tiñe de rompecabezas y atenebre la estancia, no pude dejar de observar cada detalle que pudiera traerte de vuelta. Pero la hora ya había pasado.

Me vestí lentamente, me aseguré de que los cigarros estuvieran bien apagados. Luego miré a través de la ventana del fondo. Aquella arboleda, aquel monte tupido de verde, de ramaje, repartido de substancia, siempre despierto, su río, el aire. Me embriagaba, me aseguraba cuán quebrantado estaba en los tejemanejes del guion y la inercia; y por ti, podrías irte al infierno. Se me ató un nudo en la garganta, y, después, sentí un escalofrío, exhalé. Me tapé los ojos y respiré hondo. Tenía que acabar con ello.

Tenía que acabar contigo, no había otra opción posible, mi paciencia estaba superada hacía demasiado tiempo. No volvería agachar la cabeza y permitir que siguieras ahí, asfixiando mi calendario. Apreté los dientes, estiré los labios. No sabía qué hacer, y, de repente, escuché el crujido, y, después, tus pasos…

OCOL