Cómo pude rendirme a la tormenta perfecta, al arrebato de las condiciones adversas de esta prisa quieta, a las voces en la distancia diciendo que no, a los murmullos que advertían que la noche sería larga, a la locura que sobreactuaba en aquellas tablas de ceniza y plastilina mientras yo entraba en tu sala de espera y cedía.
Solté mi maleta en el aire y me rompí en pedazos con el viento, me hice arena, serpentina, polvo de tiza. Me quedaba dormido pensando en tus sábanas, en tu luna de carne de membrillo, en la luz que atraviesa tus cerraduras presagiando la aurora, como si fuera nuestra, como si fueras mío.
Pero eso fue ayer.
Nadie puede encontrarme en tus manos, en tu bolsillo, sentado al filo de tus labios sin miedo a caer. Luego ya en conciencia de celda, la vida entera dando vueltas en círculo pensando en quién es quién, escribiendo letras en la orilla con una rama, esperando a que el agua no cambie su silueta, tratando de distinguir entre ya y ahora, y mientras tanto, todo.
Al final del pasillo el fuego negro interpreta planos de un mundo cubierto de nieve que en la distancia parece decir si tú me dices ven planeando sobre las ruinas de nuestra cama todavía sin confundir, sobre lo que quedaría escrito en el pañuelo que escondes en tu almohada, para hacerlo nuestro cuando ya no te quede nada y quieras volver.
Allí estuve hoy, esperando otra vez.
Ocol