Verte allí, sentada en el hall de la Biblioteca Airanigami, causó algo inexplicable que no traté de frenar u oprimir por pura emoción y, el maremoto, que confirmaba que somos agua, removía, como un pueblo enloquecido que trata de acorralar a su líder, mensajes que concurrían, en la irrefrenable partida existencial. Una partida existencial en toda regla, y con todos sus elementos, representándose en lo inequívoco y la diligencia reactiva del deseo y la insensatez del apasionamiento que atraviesa montañas, atando machos.
El verte allí, sentada en el hall de la Biblioteca Airanigami, me deshabitó de todo pensamiento que no tuviera algo en común contigo, con lo que representas. Y, claro, me faltaba el aire que pudiese pacificar el cuerpo que había iniciado su viaje a ninguna parte (redundancia sorda), en cualquier dirección se barajaron fórmulas y se inició un proceso, absurdo, de procedimientos que pudieran concluir en tus brazos. Al principio sólo quería mirarte, luego ya, tal que el hombre que no se conforma con nada, pensé en tus labios, y sin apenas recordar tu mirada, cuando de verdad me amaste a máximo rendimiento, quise escucharte sollozar y sentir el disparate que fluía de tu cuerpo al entregarte, al incitar con esa sumisión misteriosa que nacía en ti y que empezaba con susurros tectónicos, en gestos de una inocencia provocativa y henchida de señas de identidad que querían asimilarme. Así eras tú en mis brazos, nunca he podido olvidarlo, te lo digo y ya está.
sin embargo
aguardé
y yo regreso
sin embrago
instantes
y yo acunado
y sin embrago
el cielo de otros mares
y yo nadando mar adentro
(Raquel Ruiz)
¿Sabes? Me mete en razón vivir sin ti, y correrme en los días a mi amparo, en mi pleno derecho a ser feliz y no estar atento de cuándo te vas a romper y me vas a convencer de que tengo que esforzarme para que esto funcione. Aquello, ya, perdona. En el fondo quiero entenderte, pero eso es en el fondo, y ya estoy cansado de honduras, depresiones, bajíos y precipicios. No me tira tu abismo, tu barranco, el despeñadero, los quintos infiernos. Fíjate que fortaleza posee el tiempo. El tiempo y la perspectiva. Sería brutal que el Amor pudiera congelarse como un cubito de hielo y saborearlo sin más, mirando las estrellas.
Recuerdo tus cartas, tus cartas de antes de ser tuyo para siempre y qué quieres que te diga, extraño tu fragilidad y tus ansias por tocarme, porque me dejara caer sobre ti sin ropa. Perdías la razón, incluso delirabas. Cuando hacíamos el Amor decías cosas que luego olvidabas, o que se habían borrado de la memoria al recuperar la maldita razón, al menos eso decías, y me buscabas con los ojos en cualquier lugar, no hace falta poner ejemplos, me andabas buscando, desentrañándome como si fueras una extraterrestre que necesitara tomar mi alma, despojándome de la carne. Pero nos deseábamos con tanta fuerza que hasta llegábamos al orgasmo abrazados en el autobús. Nadie se daba cuenta de nada, o tal vez sí, qué más da eso ahora que el mundo se ha acabado. No me hacía falta meterme en tu cuerpo, yo era una parte de él. Fue grande lo nuestro.
Y cuando te vi, sentada en el hall de la Biblioteca Airanigami, la confusión pretendía, en todo momento, aclarar que debía darme la vuelta y alejarme de allí. Coger un libro, yo qué sé, cualquiera, y tumbarme a seguir siendo, en toda la extensión, un feliz leedor sin más obligación que vivir en una fantasía sin límite y con la seguridad de Biblioteca que fallar no puede, y Amar a mis compañeros de viaje, Nin, Frida y Emily, las galgas, Antártida, el cuervo y David Bowie, la vaca de manchas azul Yves Klein.
Cuando te vi, sentada en el hall de la Biblioteca Airanigami, también tuve una erección y, también, te miré con ambición, no lo niego, por esos pantalones cortos, por esos muslos, por esas piernas con los pies metidos para adentro. Tu cara no había cambiado, ni tu mirada, ni la caída del pelo. Tus labios siempre estuvieron algo ajados, lastimados de no ejercer el beso, y tus dientes…, podría dibujarlos y no me equivocaría, ligeramente doblados, finos y tristes. Cuando supiste el sabor a mí perdiste el habla. Yo te llevé al cielo, de eso estoy seguro. Y sabes que me costó creerlo, soy tan inseguro, pero fíjate, algo me dijo siempre que te perdería y te aproveché al máximo.
Por un momento di un paso atrás, sigiloso entre las sombras del mármol. Giraste la cabeza, como si me hubieras oído. Silencié mi respiración en seco y cuando me hubo capturado el negro del silencio que se convence en segundos, recordé tu carta….
Empezó en tormenta de verano, una tormenta imbatible, aterradora, con una fuerza incuestionable que predecía un final atómico de lo que hasta entonces había sido mi vida, y un principio insano, febril, incontinente y carnal, y un viaje en un tren imaginario al otro extremo de mi estabilidad, un billete enloquecidamente romántico que me había colocado una argolla al cuello, nunca mejor dicho. Lo supe tan sólo con sentir tu presencia, yo ya era tuya y tú estabas a dos pasos de mí, y todavía ni habíamos hablado. Fíjate qué detalle tan hermoso y tan aterrador. Me sorprende y me envenena que tú ni lo hubieras imaginado, no eres quien yo creía. Tu mirada asoló mi realidad y, magnética de belleza y de imposibles, inhabilitó mi equilibrio y convirtió en piezas casuales al resto de los habitantes de la Tierra. Se terminaron todas las dudas con las que había peleado toda la vida y mi corazón terminó por endurecer, la metamorfosis me mortificó día y noche. Perdí el sueño, sentí cobardía y frío, un frío insoportable. Recuerdo que te dije que no podía dejar de hacerme preguntas, pero te mentí. Eran afirmaciones rotundas. Mientras tanto, tú abusabas del libertinaje de mis cuerdas vocales y del tono de mi voz serpenteante e insegura, me dejabas confesar como si tú todo lo merecieras con la callada por respuesta. Y además, el disfrute del hombre que todo lo puede, llevando la rienda enganchada a la lengua, satisfecho. Por eso no sé de qué hablas en alguna de tus cartas, yo nunca traté de alejarme de ti, tu imaginación no es tu aliada y tus actos, como has podido comprobar, mucho menos. Eres un niño y no estás a la altura, ahora me doy cuenta. Y brindabas con prisas, dando largos tragos y rondándome como a un júa sin prender, con tu cuerpo en llamas sobre una pista de patinaje.
Incluso un pavo real, en su mejor versión, es sólo un pollo vestido de gala. Y no es la belleza que pueda verse, la lozanía, el garbo, la seducción dura poco si no está hecha de todas las cosas, una a una, que hacen un global que es lírico y es pueril, y amante de las pequeñas notas de la sinfonía. Porque la belleza que está hecha de deseo cansa. La hermosura de collage, el puzle que no es rompecabezas pero que no necesita de artimañas, y ni fracciona el engaño, y la asquerosa manía de ser el centro de atención, son incompatibles.
Como sé que no me está leyendo nadie, voy a confesar que lloré, no fue un llanto quebradizo, no fue un temblor de nostalgia, ni la angustia de la tristeza, ni tampoco tormento o amargura, fueron lágrimas de deliberación, un cónclave de caminos, de intersecciones, El Laberinto de Ulazak transgredió a sus estructuras físicas y se convirtió en juicio. Y no hablo de cordura, ni me hice en tramos de reflexión con la idea que pudiera medir o considerar tras la aprobación democrática de nuestra geometría emocional. Era una decisión inconsciente que, escrupulosa, sentenciaba y cerraba una puerta que había dejado abierta demasiado tiempo. Antártida, el cuervo se posó en mi hombro y habló.
– Es fácil creer que somos olas y olvidar que también somos el océano.
Elevé la mano y acaricié su plumaje. Me asomé para asegurar que siguieras allí. Sé que estabas pensando en mí. Conozco el gesto. No pude salir de aquel rincón.
–Antártida–susurré–qué es lo que crees que debería hacer.
–El coraje se asocia a menudo con la agresión, pero debería ser visto como voluntad de actuar desde el corazón.
Y como si estuviera desahuciando a un amigo que opera de traidor, la seguridad me dio una lanza que usé de cayado, asegurándome de no volver a romper una sin antes haber visto al árbol rozar la cúpula cien noches. Sin haberme dado cuenta, incluso cuando al retornar cien veces ante tu luz, supe que no quiero ser como la sombra de Desnos y renuncié a ti. Y sé que no podrás vivir sin mí, y que amaneceré pensando en tus nalgas, soñando con quitarme sigilosamente la ropa interior y pegándome a tu espalda excitado, y que será idealizado el momento en el que te vi, sentada en el hall de la Biblioteca Airanigami, y sí, que me oculté para que no acabaras descubriéndome y que luego pudieras convencerme de algo que ya no quería. Ni siquiera el Amor más puro puede alimentarse de dolor. Y tan sólo trataba de evitar, quizás en un acto de egoísmo, aceptar esclavitud fundida en aceptación y en sistemas que no estaban hechos para mí, senderos que debía cruzar descalzo, detrás de un misterio que quizás nunca resolvería a tu lado. Me gritaba la piel y la soledad me hacía ascos en la distancia, jurándome episodios arduos y dilatados, pero, así sucedió toda aquella mañana de escarlata, aquella época que duró cien segundos y en los que te hiciste de piedra para asegurar el perdure, el roto de un dogma que agrietaba el muro de la última frontera.
OCOL
Colabora Raque Ruiz. Y tantas veces de retorno al huero de la magia y las formas exigentes de la maestría y la dignidad de lo auténtico. Así nos fundimos yo en mis escrituras y tú en las que brotan de ti, como la orilla a la arena. Mola. Gracias.
Frases de Antártida por orden de aparición: Jon J. Muth y Donna Quesada.